Las Maletas Rojas
Eran las
cuatro y media de la tarde en Ciudad Origen, la ciudad estaba sumida en el
bullicio y el tráfico era insufrible, el tiempo no acompañaba, llovía a
cántaros, se esperaba tormenta esa noche.
Un
hombre se bajó de un taxi en la entrada de la estación de tren, con la mala
suerte de pisar un charco, calándose las botas y tras sacar su cartera de la
gabardina, le dio una buena suma al taxista, estaba casi seguro de que le
estaba timando, pero a él le daba igual, sabía que había hecho algo que no le
gustaba a las altas esferas y ya estarían detrás suya para quitarlo de en medio,
su destino estaba escrito.
Nada mas
terminar de pagar, guardó su cartera en la gabardina; caminó hasta la acera
para resguardarse de la lluvia, pero cuando llegó era demasiado tarde, ya
estaba totalmente empapado, sin embargo, no le importaba.
Sacó los
cigarrillos que le quedaban del bolsillo del pantalón, solo le quedaban dos, volvió
a guardar uno de ellos en el bolsillo, lo disfrutaría pues bien podría ser el
último que se fumaría en su vida.
Se lo
colocó en la boca y buscó con las manos el mechero en su gabardina, no lo
encontró, así que empezó a buscar en su pantalón, y allí estaba, en el bolsillo
trasero; fue a encender el cigarrillo pero el mechero no funcionaba, lo
comprobó y vio que estaba sin gas, sabía que no debería haberlo usado para
llevar a cabo la misión, pero ya no tenía vuelta atrás, estaba tan acabado él
como su mechero.
Lo
guardó de nuevo en la gabardina, se quitó el cigarrillo de la boca con un gesto
de resignación y miró a su alrededor en busca de alguien que le pudiese dar
fuego; a su derecha apoyado en la pared vio a un chaval de unos veinte años
fumando, se acercó lentamente a él con el cigarrillo en su mano derecha y le
preguntó:
-Chico,
¿tienes fuego?
-Claro
jefe –dijo el chaval con un acento del Sur fuertemente marcado mientras sacaba
de su pantalón un mechero, y añadió mientras se lo lanzaba-, ahí lo tienes.
El
hombre lo cogió al vuelo con un movimiento brusco de su brazo izquierdo, miró
al chaval, que ya no le prestaba atención, se llevó el cigarro a la boca y se
lo encendió al segundo intento; le devolvió el mechero a su dueño y volvió
hasta la entrada de la estación.
Estaba
tranquilo observando el humo de su cigarrillo disiparse entre las gotas de
lluvia, cuando sonó la campana de la estación, miró su reloj, se había olvidado
de que estaba roto y ya no daba la hora, otro daño de la misión que le había
arruinado por completo.
En la
otra acera vio el reloj de la iglesia, marcaba las cinco en punto, su tren
saldría en cinco minutos, tiró lo que le quedaba de cigarrillo al suelo, y lo
apagó con la punta del pie, entró en la estación y se dirigió a la vía en la
que estaba estacionado su tren, las puertas del tren estaban abiertas, fuera del
tren, sólo un grupo de siete personas, todas con maletas rojas, “¡Todas rojas, que horror!” pensó, no le
gustaba para nada el color rojo, le recordaba demasiado a su trabajo.
Entró en
el tren, y se dirigió a su asiento, el número 23, pero estaba ocupado, y él
estaba demasiado cansado como para pelearse ahora con nadie, así que se dio la
vuelta y se dirigió al vagón contiguo que había visto vacío, allí no había
nadie excepto él, se quitó la gabardina y la colgó en el armario del vagón, se
sentó en el asiento 67, al lado de la ventana, en una esquina del vagón, echó
la cabeza hacia atrás para descansar un poco, hasta que llegó el revisor:
-Disculpe
señor, por motivos de seguridad en este vagón no puede ir nadie, se lo hemos
dicho ya a sus compañeros solo nos faltaba usted. No quedan más asientos en
este tren así que irán a Ciudad Destino en el tren de las cinco y media.
El
hombre se levantó resignado del asiento y sin mediar palabra con el revisor salió
del tren. Allí seguía el grupo de las maletas rojas, parecía que ellos serían
el grupo que le acompañaría en el siguiente tren. “Esto mejora por momentos” pensó el hombre irónicamente. Nada mas
salir el hombre del tren, el revisor avisó al maquinista y el tren empezó a
moverse.
El
hombre se sentó en un banco y sacó el último cigarro y se lo llevó a la boca,
buscó su mechero en el pantalón y se dio cuenta de que se había dejado la
gabardina con el mechero y toda su documentación en el armario del tren; sin
embargo, después recordó que el mechero estaba gastado y no le dio importancia,
ya se preocuparía por la gabardina cuando llegara a Ciudad Destino..
Miró el
reloj de la estación, marcaba las cinco y veinticinco, no le daba tiempo a tomarse
el cigarrillo, así que lo guardó de nuevo en su bolsillo. El tren llegó
puntual, éste era bastante más moderno que el anterior, lo que alivió al
hombre, ya que aunque tenía que viajar junto al grupo de las maletas rojas,
podría hacerlo en un asiento mucho más cómodo y podría incluso dormirse en el
trayecto.
Una vez
dentro del vagón que le habían asignado, escogió un asiento retirado del grupo,
y allí se acomodó, el cansancio empezó a apoderarse de él, hasta que cayó por
completo en un profundo sueño.
Un
frenazo brusco le despertó, se habían parado en mitad de la nada, la noche era
tan oscura que apenas se veía a unos metros del tren, acababan de pasar la
estación de un pequeño pueblo de las afueras de Ciudad Origen. Un revisor pasó
por su lado a gran velocidad, dirigiéndose a la cabina delantera. Todos se
preguntaban el motivo por el que el tren se había parado tan en seco, el
nerviosismo empezaba a florecer entre la gente, que cada vez gritaba más alto
para hablar con los demás e intentar enterarse de lo que sucedía.
El
hombre mantenía la calma, se levantó y con paso firme empezó a cruzar los
vagones hasta llegar al vagón anterior a la cabina delantera, allí un pequeño, pero
irritante grupo de pasajeros se agolpaba delante de la puerta de la cabina, que
permanecía cerrada por completo.
Ante tal
panorama, el hombre cogió un extintor, el pequeño grupo se abrió al verlo, y el
hombre golpeó repetidas ocasiones la cerradura de la puerta destrozándola y
dejando la puerta de la cabina abierta, dentro el maquinista y el revisor
miraban asombrados el panorama que tenían delante.
Las
luces del tren no podían iluminar en la intensa noche, llovía fuertemente y
apenas se distinguía ninguna imagen nítidamente, sin embargo, se intuía
perfectamente lo que tenían delante, el anterior tren había descarrilado y un
vagón estaba ardiendo a pesar de la intensa lluvia que caía sobre él.
Todos en
la cabina estaban sorprendidos por lo que tenían delante suya, todos menos el
hombre, que al ver tal situación, no pudo evitar aliviarse, algo dentro suya le
decía que aquello no había sido un accidente, pero gracias a diferentes acontecimientos
en principio desfavorables, había salvado su vida; mayor fue su satisfacción
cuando se acordó de que toda su documentación estaba en el tren descarrilado,
así que en ese momento estaba en su mano decidir entre seguir vivo y buscado
por gente poderosa o morir en ese tren e intentar rehacer su vida en otro
lugar, bajo otra identidad.
Uno de los
presentes le sugirió al maquinista volver al pueblo que acababan de dejar atrás
y pasar allí la noche. El maquinista accedió, se dirigió a la cabina trasera y
condujo el tren hasta aquel pueblo.
A la
mañana siguiente, el tren volvió a emprender su camino dando un rodeo evitando
la vía en la que se encontraba el tren descarrilado, todos los pasajeros
estaban dentro del tren... todos menos uno...
Años
después un hombre viejo murió en aquel pequeño pueblo, dejando una viuda y una
hija; en su epitafio: “aquí el hombre que
nunca se fumó su último cigarrillo”.
Comentarios
Publicar un comentario